La devolución de un favor

En la isla de Santa Cruz, en puerto Ayora,  encontré un alojamiento encantador: un amplio jardín donde se levantaban casitas sencillas de una sola planta destinadas a las habitaciones para los huéspedes; una casita algo mayor era donde vivía la familia que lo regentaba, una madre y sus dos hijos, y otro de los cuartos era la cocina, que podíamos usar los huéspedes. En el jardín, entre árboles frutales y plantas de flor, había una gran mesa de madera, y era mi sitio favorito para tomar el desayuno, descansar y planear las excursiones.

En cuanto me sentaba se acercaban los pinzones; eran tan atrevidos que se posaban en la mesa donde tomaba el café, tan cerca que si hubiera querido los habría podido agarrar con las manos. Pero no me atrevía a molestarlos: para mí, una bióloga, era como recibir la visita de unos personajes ilustres, pues estos pájaros son ni más ni menos los que inspiraron a Darwin la teoría de la evolución.

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De clubs de lectura y buzones balleneros

Hoy es 15 de marzo, día 2 del confinamiento en casa. Esta mañana he tomado un vermut on line con los compañeros del club de lectura, cada uno en su casa, con sus olivas, su copa de vino, refresco o cerveza: una buena manera de hacernos sentir acompañados.

Mientras me hacía la comida me he asomado a la ventana de la cocina, a mirar el mar por el espacio que dejan los tejados y a sentir el sol en la cara; las nubes se movían empujadas por una suave brisa, y una me ha recordado la cabeza de una tortuga, y me he sentido transportada por un instante a las Galápagos, donde tumbada en la arena de playas solitarias me entretenía contemplando el cielo y observando las formas caprichosas que adoptaban las nubes, que eran siempre de animales. Así que ahora que dispongo de tiempo contaré la historia que me quedó pendiente, sobre barcos balleneros, clubs de lectura y la intervención de la Fortuna. Continúa leyendo De clubs de lectura y buzones balleneros

¡Cuidado con las iguanas!

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Me reservé la tarde de mi segundo día en la Isla de San Cristóbal para volver a intentar visitar el centro de interpretación del Parque. En los apenas dos días que llevaba aquí ya había aprendido que en cualquier excursión resulta necesario ir bien provista de agua, crema solar, gorro y traje de baño: aunque esta época no es especialmente calurosa el cielo es de un azul tan limpio que los rayos de sol ecuatorial llegan implacables, y las playas de aguas claras, desiertas de turistas pero frecuentadas por los animales, son una oportunidad que no hay que desperdiciar.

Había dejado atrás Puerto Baquerizo y me encontraba en medio de una maraña de troncos y ramas, desnudos y tan pálidos que se me representaban esqueletos saludándome desde un camposanto. Por suerte se había abierto un sendero que la dejaba a lado y lado y podía avanzar sin dificultad, por un firme que era plano y suave, que me evitaba tener que saltar entre las puntiagudas rocas de lava.

Sin embargo, cuando Darwin desembarcó en la isla, el 17 de septiembre de 1835, no había ningún sendero que se abriera paso y su primera impresión fue de una isla que estaba cubierta hasta más allá de donde llegaba la vista por árboles desnudos que parecían muertos. Tanto él como yo descubrimos más tarde que esos árboles, palo santos, estaban vivos, que debajo de la corteza blanca asomaba el verde de la clorofila, y que volverían a brotar al llegar temporada de lluvias.

Fotos del recorrido: izquierda, vista desde Cerro Tijeretas y derecha, camino al centro de interpretación del Parque.

Darwin también habló de las criaturas horribles que allí vivían, y yo me acababa de topar con una: estaba junto al camino, totalmente inmóvil; tenía un cuerpo enorme, con espinas en la espalda y la cabeza, una larga cola y unas gruesas patas acabadas en garras. A pesar de su aspecto fiero no daba miedo porque se la veía concentrada en recibir el calor del sol, ajena al resto del mundo. En un primer momento la confundí con una iguana terrestre (y así lo anoté en mi cuaderno) y sólo al día siguiente, después de ver varios ejemplares bañándose en el agua, caí en la cuenta que todas eran iguanas marinas: tienen los mismos ancestros que las terrestres pero parece que éstas evolucionaron para adaptarse al medio marino (así que, después de salir del agua, volvieron a ella). Y en verdad basta con verlas nadar, sorteando ágilmente las olas, para comprender que están estupendamente adaptadas.

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Al verla en la arena la tomé por una iguana terrestre. Pero aunque se alimentan en el agua, permanecen más tiempo en tierra, calentándose al sol.

 

Una de las pocas veces que pude observarlas mientras se bañaban en el mar.

 

Bocetos de iguanas que realicé en mi cuaderno de campo.

Mis encuentros con estos animales se convertirían en habituales: toman el sol en las playas, rocas o muelles, y a veces hay tantas que es difícil esquivarlas; incluso en Isabela hay una señal en la calle que sale de la ciudad advirtiendo a los conductores y ciclistas del paso de iguanas.

Cuando me acerqué a la playa en Isabela me topé con este montón de iguanas calentándose al sol. Se ve que era su lugar de reunión. En la calle habían colocado la señal.

Al observarlas, me imaginaba que cualquier día se alzarían sobre sus patas traseras y empezarían a hablar, igual que Andrias scheuchzeri, el protagonista de la novela de Karel Capek. Pero lo único que descubrí fue que estornudan, y lo hacen para eliminar el exceso de sal que ingieren con su dieta marina. Por lo demás, son pacíficas y no tienen ningún interés en los asuntos humanos.

Así que, tras tomar unas fotos de la iguana, la dejé descansando al sol y continué mi camino. Había andado apenas unos metros cuando me tropecé con una de las criaturas más relevantes en la historia de la ciencia, aunque nadie se lo imaginaría, a jugar por su aspecto bastante corriente. Tampoco a ésta la reconocí en un primer momento, y ni siquiera Darwin le dio la importancia que luego le otorgaría años después. Era un pequeño pájaro parecido a un gorrión: un ejemplar de pinzón -o, como se le llamaría más tarde, un pinzón de Darwin-.

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Uno de los pinzones de Darwin.

Islas Galápagos, la llegada.

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Desde el primer momento las Islas Galápagos te dejan noqueada: ya puedes haber visto fotos y ya te pueden haber contado como son,  que nada te prepara para lo que vas a ver y sentir aquí. A mí me sucedió en cuanto salí a dar una vuelta recién aterrizada en San Cristóbal. En unos pocos pasos desde mi hostal llegué al malecón y allí me topé por primera vez con los lobos marinos, dormitando al sol. La sorpresa no fue tanto por contemplar unos animales que nunca había tenido ocasión de ver en libertad sino por el hecho de constatar que hacían su vida ajenos al trasiego de los humanos. Pronto descubrí que este comportamiento es común a todos los animales que habitan aquí, hasta el punto de que hay que vigilar de no pisarlos o no chocar con ellos. Su falta de temor se explica porque nunca han tenido depredadores, ni siquiera los humanos. Pero aun sabiéndolo no dejaba de sorprenderme  y maravillarme, porque ¿en qué otro lugar del mundo los animales no tienen miedo de los humanos?

Esa primera tarde me encamino hacia el centro de interpretación del Parque, apenas a medio kilómetro de Puerto Baquerizo. El sendero se adentra a través de un inexpugnable bosque de ramas y troncos blancos y desnudos como huesos, que se extienden hasta donde alcanza la vista. Más que un bosque me parecía estar adentrándome en un camposanto, y los árboles ser esqueletos a punto de despertar. Sobre el blanco aparece de tanto en tanto el punto amarillo-limón de un canario o el negro hollín de un pinzón. Y sobre las piedras, manchas oscuras con forma de iguanas marinas y pequeños trazos salpicados de rojo  que son lagartijas de lava.

Tras visitar el centro continúo el sendero hacia Cerro Tijeretas. Aunque pronto me desvío hacia la playa de Punta Carola, donde bañistas y lobos marinos somnolientos y ávidos de sol comparten la arena. Saco fotos para tener registrada esta plácida convivencia y me doy un baño. Me dirijo a unas rocas cercanas, donde veo una pareja de turistas que, cámara en mano, va tras un objetivo que no consigo descubrir, así que me acerco. Allí, ocultando la cabeza entre las alas, un pelícano café. Cuando doy por terminada la sesión de fotos me doy cuenta de que es tarde para llegar a Cerro Tijeretas a ver la puesta de sol, así que decido quedarme a contemplarla desde las rocas. El cielo y el mar ya se han teñido de amarillos, ocres y naranjas y unos cuantos turistas se han reunido para contemplar el espectáculo del sol hundiéndose en el Pacífico. Entonces los distingo, recortados sobre el fondo amarillo; y aunque no los he visto antes los reconozco por sus patas: son dos piqueros de patas azules. Inmóviles, como si alguien les hubiera ordenado colocarse allí para redondear la escena. Cuando finalmente el sol se hunde en el mar el rojo intenso de docenas de cangrejos inunda las rocas.

Regreso rápido para que no me coja la noche en el camino, porque no hay iluminación y no llevo linterna. Creo que ya he tenido bastante por hoy. O quizás demasiado, porque me siento saturada de tanta belleza. No imaginaba que sería así cada día, que cuando creería haberlo visto todo en cada paseo siempre me esperaría un nuevo descubrimiento, y al final del día serían tantos que habría perdido la cuenta.

Porque las Islas Galápagos son una sorpresa a cada paso, una irrealidad maravillosamente real.  Son tan bellas que hasta duele y no puedes dejar de sentirte enormemente privilegiada por estar aquí.

Revolución se escribe en femenino

 

 

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Mis dos científicos preferidos son mujeres: la primera es la primatóloga Jane Goodall, a quien vi y escuché por primera vez en una conferencia en el Cosmocaixa. Fue una de esas charlas que cambian tu marco de referencia y de las que sales con ganas de cambiar el mundo. Sus palabras inspiran y contagian una energía que contrasta con su aparente fragilidad. Si asistís a una de sus charlas entenderéis de lo que hablo.

La otra es Lynn Margulis. Yo no oí hablar de ella hasta tercero de Biología, en una asignatura optativa que tenía el nombre de Ecología Microbiana. La estudiamos como la autora de la teoría, llamada endosimbiosis, que explica el origen de la célula eucariota y de algunos de sus orgánulos. Recuerdo que me pareció una idea sumamente bella, por ser tan novedosa como sencilla. Y ahora sé que ni siquiera me la contaron en su entero significado ni la comprendí plenamente. Hoy en día, a duras penas a los estudiantes universitarios de ciencias se les enseña esta versión edulcorada que no capta el fondo de la cuestión.  Para el resto de personas, Lynn Margulis sigue siendo una completa desconocida.

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Entendiendo el CRISPR

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Mientras escribo este texto en el ordenador las herramientas de cortar y pegar del Word me permiten eliminar y corregir los errores. ¿Imaginas disponer de un sistema que permita hacer lo mismo con el ADN? Aunque pueda parecer un sueño este sistema ya existe: el CRISPR. No es la primera herramienta de edición genética con que cuentan los laboratorios (ya cuando yo estudiaba en la facultad teníamos las enzimas de restricción para cortar el ADN), pero sí es la primera que actúa sobre el genoma con una precisión tal que permite cortar y eliminar un error de tan solo una letra en la cadena de ACGT del ADN. Esta precisión nos permite llegar a donde nunca se había llegado hasta ahora. Y en cualquier gen, de cualquier especie. Las aplicaciones incluyen curar enfermedades, mejorar cosechas, modificar animales de granja. Y también modificar óvulos, espermatozoides y embriones humanos para prevenir enfermedades o alterar cualquier otra característica.

Así, hace apenas unas semanas ha salido a la luz la supuesta noticia del nacimiento de unas gemelas modificadas genéticamente con CRISPR para hacerlas resistentes al virus del sida. Noticia que ha despertado muchas críticas en la comunidad científica, por la imprudencia de realizar un experimento en humanos cuando los riesgo aún no se conocen. Pero empecemos por el principio, ¿cómo se ha inventado CRISPR?

En realidad, esta potente herramienta es un invento de las bacterias o, más concretamente, de los procariotas. Se trata de una especie de sistema inmunitario que desarrollaron a lo largo de la evolución para defenderse de los virus. Así fue su descubrimiento…

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Mi destacado de Naukas Bilbao 2018: “Os voy a contar una historia”, por Carlos Briones.

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Llega septiembre y con él la cita ineludible en Bilbao. Desde que descubrí Naukas hace ya cinco años que no fallo a la cita: unas veces me he pedido fiesta en el trabajo para llegar a la sesión del viernes y otras no he tenido más remedio que tomar el primer vuelo del sábado, que me deposita en la ciudad con los primeros rayos de sol y me permite llegar cuando la cola empieza apenas a formarse y aún acallar mi estómago con un necesario desayuno. Durante estos años he visto a Naukas crecer, trasladarse desde el modesto paraninfo de la Universidad al impresionante auditorio del palacio Eukalduna, con capacidad para más de dos mil personas.

Naukas son charlas de 10 minutos sobre ciencia, contadas por científicos, aderezadas con humor e imaginación. Aunque es inexacto definirlas como simple charlas, porque a veces se cantan, se representan o se juegan con el público. Y aunque hay eventos parecidos lo que hace únicas a las charlas de Naukas es que el rigor y profundidad de los temas tienen igual peso que la diversión y el espectáculo. No hay tema que no pueda abordarse, parece que tanto mejor cuanto más complicado, arriesgado o aburrido pueda parecer: mayor es la satisfacción al conseguir que el público lo entienda y se divierta: historias de  muerte de las estrellas, de astronautas que comerán flores, de la imposibilidad de ser imparciales, de cómo cabrear a un matemático, de ciencia LGTBIQ, de cómo nos van a salvar la vida, del spin, de pelotas, de murcianos…Y es también reflexión sobre el papel de la ciencia, el pasado y el futuro de la humanidad.

Y lo mejor de Naukas Bilbao es que no acaba cuando finaliza la última charla: te llevas a casa a los divulgadores que has descubierto, empiezas a mirar sus blogs, sus videos o charlas y buscar sus libros en bibliotecas y  librerías, y a los veteranos que ya conocías les acabas admirando aún más.

En Naukas 2018 he escuchado de nuevo muy buenas charlas, pero si tuviera que escoger una es la de Carlos Briones. Porque a pesar de ser una historia conocida nos la contó como nadie la había contado, porque fue como pasar de ver la televisión en blanco y negro a verla en color, porque el discurso no tenía una sola palabra de menos ni una pausa de más. Porque fue ciencia y arte reunidas en perfecta armonía, el ejemplo perfecto de cómo la ciencia puede llegar a emocionar. Disfrutad de la charla: Os voy a contar una historia

Los últimos gigantes de Europa

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Hace 70 millones de años la zona donde hoy se levantan los Pirineos era una zona costera, de aguas poco profundas y salobres -todavía no se había levantado la cordillera, lo haría algunos millones de años más tarde-. El clima era subtropical y la vegetación abundante, porque el supercontinente Pangea  nos  mantenía cerca del Ecuador. Hace 70 millones de años se paseaba por entre estas marismas un gigante que superaba los 15 metros de largo, con un cuello y una cola desmesuradamente largas, de alimentación herbívora y andar cuadrúpedo. Era un representante de uno de los mayores dinosaurios que existieron, los titanosaurios.

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La avalancha del plástico

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Imagen: Seawage surfer.

Esta imagen se ha hecho tristemente famosa. Resultó finalista del concurso Wildlife Photographer of the Year, uno de los certámenes de fotografía de naturaleza más importante del mundo, que se celebra en el Reino Unido. El fotógrafo Justin Hofman la captó en las aguas de la isla indonesia de Sumbawa, paraíso surfista. Para desplazarse con las corrientes, los caballitos de mar se aferran a algas u otros detritos naturales. En este caso, lo que encontró fue un bastoncillo de plástico. “Ojalá esta foto no existiese” –dijo Hofman.

La imagen muestra uno de los mayores problemas medioambientales a que nos enfrentamos actualmente, el plástico.

Casi todo el plástico que alguna vez se ha fabricado existe todavía.  Incluso el que nos sirve apenas unos pocos minutos va a permanecer más allá de nuestras vidas. Se calcula que el tiempo que tarda el plástico en biodegradarse por completo va entre 450 años y nunca. Superada la capacidad de gestionar la enorme producción de plásticos, los océanos se convierten en el vertedero mundial.

El pasado 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, fue dedicado a la necesidad de poner fin al uso de plásticos. Es urgente poner freno a la avalancha.

El origen de la vida (II): el camino hacia la célula

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Desde los experimentos de Miller y Urey casi todos los componentes de las moléculas complejas de los seres vivos han sido obtenidos en el laboratorio sometiendo mezclas de gases sencillos y compuestos minerales a distintas fuentes de energía. Ha quedado demostrado que, si no la vida, la materia de la vida se puede generar de manera espontánea. Y es lo que ocurrió hace unos 4000 millones de años, ya fuera en la Tierra o en algún otro lugar del Universo.

Pero hasta la fecha ningún laboratorio ha podido sintetizar ninguna forma de vida. Todavía existe un salto, un eslabón perdido entre los compuestos químicos de la Tierra primitiva y la primera forma de vida (la primera célula, una entidad con capacidad de automantenerse y reproducirse). Incluso se desconoce cómo desde aquellos compuestos químicos relativamente sencillos se pudieron originar las complejas macromoléculas presentes hoy en todos los seres vivos (los ácidos nucleicos o las proteínas). Pero el tesón de los científicos y reveladores descubrimientos van dándonos pistas sobre cómo rellenar los huecos. Esta es la historia del origen de la primera célula.

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