¡Cuidado con las iguanas!

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Me reservé la tarde de mi segundo día en la Isla de San Cristóbal para volver a intentar visitar el centro de interpretación del Parque. En los apenas dos días que llevaba aquí ya había aprendido que en cualquier excursión resulta necesario ir bien provista de agua, crema solar, gorro y traje de baño: aunque esta época no es especialmente calurosa el cielo es de un azul tan limpio que los rayos de sol ecuatorial llegan implacables, y las playas de aguas claras, desiertas de turistas pero frecuentadas por los animales, son una oportunidad que no hay que desperdiciar.

Había dejado atrás Puerto Baquerizo y me encontraba en medio de una maraña de troncos y ramas, desnudos y tan pálidos que se me representaban esqueletos saludándome desde un camposanto. Por suerte se había abierto un sendero que la dejaba a lado y lado y podía avanzar sin dificultad, por un firme que era plano y suave, que me evitaba tener que saltar entre las puntiagudas rocas de lava.

Sin embargo, cuando Darwin desembarcó en la isla, el 17 de septiembre de 1835, no había ningún sendero que se abriera paso y su primera impresión fue de una isla que estaba cubierta hasta más allá de donde llegaba la vista por árboles desnudos que parecían muertos. Tanto él como yo descubrimos más tarde que esos árboles, palo santos, estaban vivos, que debajo de la corteza blanca asomaba el verde de la clorofila, y que volverían a brotar al llegar temporada de lluvias.

Fotos del recorrido: izquierda, vista desde Cerro Tijeretas y derecha, camino al centro de interpretación del Parque.

Darwin también habló de las criaturas horribles que allí vivían, y yo me acababa de topar con una: estaba junto al camino, totalmente inmóvil; tenía un cuerpo enorme, con espinas en la espalda y la cabeza, una larga cola y unas gruesas patas acabadas en garras. A pesar de su aspecto fiero no daba miedo porque se la veía concentrada en recibir el calor del sol, ajena al resto del mundo. En un primer momento la confundí con una iguana terrestre (y así lo anoté en mi cuaderno) y sólo al día siguiente, después de ver varios ejemplares bañándose en el agua, caí en la cuenta que todas eran iguanas marinas: tienen los mismos ancestros que las terrestres pero parece que éstas evolucionaron para adaptarse al medio marino (así que, después de salir del agua, volvieron a ella). Y en verdad basta con verlas nadar, sorteando ágilmente las olas, para comprender que están estupendamente adaptadas.

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Al verla en la arena la tomé por una iguana terrestre. Pero aunque se alimentan en el agua, permanecen más tiempo en tierra, calentándose al sol.

 

Una de las pocas veces que pude observarlas mientras se bañaban en el mar.

 

Bocetos de iguanas que realicé en mi cuaderno de campo.

Mis encuentros con estos animales se convertirían en habituales: toman el sol en las playas, rocas o muelles, y a veces hay tantas que es difícil esquivarlas; incluso en Isabela hay una señal en la calle que sale de la ciudad advirtiendo a los conductores y ciclistas del paso de iguanas.

Cuando me acerqué a la playa en Isabela me topé con este montón de iguanas calentándose al sol. Se ve que era su lugar de reunión. En la calle habían colocado la señal.

Al observarlas, me imaginaba que cualquier día se alzarían sobre sus patas traseras y empezarían a hablar, igual que Andrias scheuchzeri, el protagonista de la novela de Karel Capek. Pero lo único que descubrí fue que estornudan, y lo hacen para eliminar el exceso de sal que ingieren con su dieta marina. Por lo demás, son pacíficas y no tienen ningún interés en los asuntos humanos.

Así que, tras tomar unas fotos de la iguana, la dejé descansando al sol y continué mi camino. Había andado apenas unos metros cuando me tropecé con una de las criaturas más relevantes en la historia de la ciencia, aunque nadie se lo imaginaría, a jugar por su aspecto bastante corriente. Tampoco a ésta la reconocí en un primer momento, y ni siquiera Darwin le dio la importancia que luego le otorgaría años después. Era un pequeño pájaro parecido a un gorrión: un ejemplar de pinzón -o, como se le llamaría más tarde, un pinzón de Darwin-.

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Uno de los pinzones de Darwin.
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